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AMMANITI SOBRE LOS EDITORES

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El escritor Niccolo Ammaniti (Roma, 1966) publica en Italia con la editorial Feltrinelli. En su última novela, Que empiece la fiesta, (Anagrama, 2011) nos cuenta sobre los empleados de la editorial (llamada Martinelli en el libro) de su personaje Fabrizio Ciba, un escritor superventas:

Pág. 22

Fabrizio Ciba tenía cuarenta y un años, pero para todo el mundo era un joven escritor. El epíteto, periódicamente repetido en todos los medios de comunicación, ejercía un influjo milagroso en su cuerpo: no aparentaba más de treinta y cinco años, se mantenía delgado y en forma sin ir al gimnasio, y aunque se emborrachaba todas las noches, seguía teniendo la tripa lisa como una tabla.

Lo contrario le ocurría a su editor, Leopoldo Malagò, al que llamaban Leo. Tenía treinta y cinco años pero aparentaba, como poco, diez más. Había perdido el cabello a edad temprana, pero le había quedado una fina pelusa que parecía pegada al cráneo. La columna vertebral se le había torcido siguiendo las formas de una silla Philippe Starck en la que se pasaba sentado diez horas diarias. Las mejillas se le habían descolgado y le cubrían la papada cual piadoso telón. La barba que astutamente se había dejado crecer no era lo bastante espesa para ocultar aquella región montañosa. Tenía un tripón que parecía inflado con compresor. La editorial no escatimaba gastos cuando se trataba de la alimentación de sus editores. Disponían de una tarjeta de crédito especial con la que podían ponerse la botas en los mejores restaurantes, e invitar a escritores, poetas y periodistas a comidas de trabajo. Como resultado de esta política, los editores de Martinelli eran una pandilla de sibaritas obesos, por cuyas venas corrían tan campantes verdaderas constelaciones de moléculas de colesterol. Leo, pese a sus gafitas de concha y a la barba, que lo asemejaban a un judío neoyorquino, y pese a los tersos trajes color verde oliva que vestía, para sus conquistas amorosas debía confiar en su poder, su desenvoltura y su perseverancia obtusa. Lo dicho no valía para las mujeres. Entraban en la editorial como secretarias sosas y con los años iban mejorando merced a las ingentes inversiones que hacían en sus personas. Llegaban a los cincuenta años, sobre todo si desempeñaban cargos representativos, convertidas en tías buenas frías y sin edad. Maria Letizia Calligari era un ejemplo perfecto. Nadie sabía su edad. Unos decían que tenía sesenta bien llevados; otros, que treinta y ocho mal llevados. Nunca llevaba documentos de identidad. Decían las malas lenguas que no conducía por no tener que llevar el carné en el bolso. Antes del Tratado de Schengen iba a la Feria de Frankfurt sola, para que nadie la viera enseñar el pasaporte. Pero una vez cometió un error: un día, en el Salón del Libro de Turín, se le escapó que había conocido a Cesare Pavese.

Niccoló Ammaniti



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